Una lección de vida…y muerte
La noticia mañanera nos sacudió, suele suceder con las llamadas a deshoras, el nombre de nuestro personaje no es importante, tengo la certeza, que ella escucha este comentario, creció con la radio en sus más de noventa años compañera fiel.
Su único hijo de menos de cincuenta años falleció de madrugada, igual a su esposo, quien a temprana edad fueron sorprendidos por el fulminante infarto al miocardio, la muerte es así, llega de repente, inesperada, la inexorable visita a todo ser viviente.
Lo natural, se afirma, que los hijos entierren a los padres, cuando sucede a la inversa se habla de un dolor inexplicable, lo he visto en el rostro de quienes se les arranca al ser querido en la plenitud de la existencia, la mayor de las veces a causa de accidentes, la primera causa de defunción en personas menores de cuarenta años.
Quienes hemos perdido a un ser querido no olvidamos el rostro de los que llegan a expresarnos solidaridad, mi madre partió hace unos meses, cada una de las personas se queda ahí, en ese rinconcito donde se atesora gratitud imperecedera.
La buscamos en la capilla de velación, permanecía sentada, nos más de metro y medio de distancia del cuerpo inerte de su hijo, se acercaban a abrazarla con respeto, cariño, solidaridad, rememorarle alguna vivencia con el fruto de sus entrañas, hicimos fila como corresponde hasta el momento de encontrarnos con un rostro apacible, sereno, con esa paz predicada por el salmista, capaz de sobrepasar todo entendimiento.
Expresar un “sintiéndolo mucho” suena desgastado, nadie va a experimentar el dolor ajeno, en esos instantes la presencia sobra y basta.
“Hace días quería llamarlo por sus comentarios en la radio”, llamó a alguno de sus allegados para presentarme como la persona que escribía para Panorama, algo inesperado por las circunstancias del encuentro, la había conocido décadas atrás, laboró cerca de jerarcas de la Caja Costarricense de Seguro Social, yo apenas entraba, ella iba de salida, compañera con mi esposa del equipo secretarial de entonces.
Sobrevinieron las anécdotas, la del jerarca a quien de vez en cuando le enviaban presentes, para nada los compartía, las semillas de macadamia llegadas al despacho, la broma, “ahí nos dejaron para comer” la sorpresa, había sido acatada literalmente, nada más enterarse, tuvieron que correr al mercado para reponer lo arrebatado al jefe, reconocido como se dice, por sus pocas pulgas.
¿De dónde venía esa paz capaz de arrancarle sonrisas en esas circunstancias para muchos desgarradoras?
Entonces habló la sabiduría de la madre anciana, la rendición ante lo ignoto, con serenidad confesó: ¡Ya no puedo hacer nada!
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