El muerto
De repente la carroza fúnebre embocó en la carretera principal, la estrecha vía entre Ciudad Colón y Puriscal, apenas da cabida a dos vehículos ida y vuelta entre los populosos poblados, sin tener vela en el entierro, al ratito, kilómetros de carros se sumaron al cortejo, el muerto, parientes y amigos, amos, señores de la estrecha vereda.
Ante esas particularidades tan propias de Tiquicia, las alternativas no son muchas, la desesperación por la tardanza, el sonar impaciente de bocinas o las oraciones piadosas por el alma del finado o la finada, mejor regalarle unas plegarias al difunto, a fin de cuentas, ya también el alma de los conductores atorados va en pena.
Antes, más que ahora, hay un respeto ancestral por las ánimas, en los pueblos era común, las puertas de casas, negocios, hasta oficinas públicas, cerraban al paso del cortejo, señal inequívoca de reverencia.
Los nueve días eran una comilona de padre y señor mío, las viandas, pan casero, bizcocho, café, aguadulce, picadillo, hasta guaro de contrabando y cigarrillos, eran parte del opíparo festín, afuera no faltaban las carcajadas de los “comientes”, en tanto los dolientes atareados, no tenían tiempo ni para pensar en el difunto.
La solidaridad era de hechos, no de palabras, unos cinquitos por aquí, la gallina enjarrada por allá, de una u otra manera se alivianaba la carga a los deudos, mientras se llenaba el estómago a los comensales.
“¡Lo llevan como entierro de pobre!” se escuchaba, cuando la víctima de la parca era de pocos bienes, entonces el asunto era rapidito, antes del ¡toc! seco de los pedrones en el humilde cajón, no pocas veces en invierno se quedaba flotando en la fosa anegada por la lluvia.
El muerto del caso, posiblemente era de buen ver, detrás de la carroza, algunos carros de los dolientes, un montón de sombrillas, paraguas para amortiguar el inclemente sol de los albores del verano.
Al menos un kilómetro después, el carruaje con difunto incluido, viró a la izquierda, parsimoniosamente se detuvo para tomar impulso de cara a la pendiente entre la vera del camino y la blanca tapia del camposanto, uno a uno, fueron pasando deudos, amigos, a lo mejor hasta enemigos, en estos tiempos no falta quien despache al prójimo y se convierta en plañidera en el cortejo.
De repente el camino se despejó por completo, el celeste del cielo hermoseaba más el perfil sinuoso de las montañas puriscaleñas, en el fondo de esas peñas vivió la abuelita de nuestra apreciada Olguita Villalobos, de niña, mientras de la mano subían y bajaban polvorientos caminos, la pequeña escuchaba una mezcla de oración y queja: “¡tanta carrera para terminar en calavera!
Los comentarios están cerrados.