Sámara ayer y hoy
Sobre el paisaje de Sámara en los años setentas, se podía apreciar la inmensidad del mar, con sus orillas llenas de palmeras y manclares.
Entre la isla Chora, y los arrecifes que besan el final de la playa era frecuente observar parvadas inmensas de papagallos, gabiotas a su alrededor parecián una multitud en convención reposando para luego iniciar su vuelo en busca de más alimemto.
Habitantes de callejuelas y trillos polvorientos con infinidad de árboles cargados de mangos caminaban en santa paz bajo el ardiente sol, sobre un pueblito pequeño, rural, pesquero y campesino, de gente sencilla.
Los güilitas correteando entre las olas y los corrales crecián abolutamente libres. Con humildad vivían sus vidas, tenían apenas arroz, frijoles, cuajada, y pesacado.
Muchos desclazos aprendían los oficios de sus padres. Algunos topaban con la suerte de poder ir a la escuela, tras un largo viaje hasta Nicoya.
La atención de salud era escasa. Pero siempre habían almas caritativas que brindaban medicinas caseras como paleativo antes de poder ir a la Unidad Sanitaria de Nicoya.
Tanta necesidad social había. Sin agua o luz eléctrica. A excepción de la única “pulerpia” o salón de baile, pues contaban con una planta casera de energía eléctrica, la cual se apagaba a las diez de la noche.
Aun así, la gente samareña deseaba salir adelante con esfuerzo y honradez.
Hoy en día el pueblo sangra. Caminos oscuros se llenan de sangre por crímenes ingratos.
Valores de codicia, ambición desmedida y poder se apoderaron de la juventud, ante la falta de oportunidades para emprender. En lugar de eso nadan en destinos de drogas, narco y toda suerte de autodestucción psicológico y social.
Tristemente, no sólo Sámara muere en valores. La violencia se ramifica. Por eso es momento de cambiar con una ecuación simple: No tener drogas, no comprar drogas, no consumir. Sin demanda no hay oferta y así se muere este terrible flagelo.
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